lunes, 15 de abril de 2024

Esta tierra de en medio

Mi abuelo Juan abandonó Salmoral con poco más de diez años, para no volver más. Acompañaba en busca de fortuna a su padre, que era como él pelliquero, tratante de pieles y sebos, una actividad que por entonces ocupaba a buena parte del pueblo salmantino. Es tarde para saber por qué paró en Moralzarzal, en el lado madrileño del Guadarrama, y cómo conoció a mi abuela, a su vez nieta de un vasco carlista, eso contaba, que escapó por patas de Balmaseda. El caso es que acabaron viviendo en Segovia, donde criaron a mi madre y a cuatro hijos más, mientras fuera se sucedían república, guerra, dictadura y democracia. Mi abuelo por las tardes comía un poco de jamón y un mendrugo, y hacía mil solitarios sobre la mesa de la cocina, repartiendo lentamente las cartas. A finales de los setenta ya se hablaba mucho de los catalanes y los vascos, que él tenía en buen concepto, porque eran trabajadores y echados para adelante. Poco más comentario sobre un proceso por entonces germinal. Tampoco creo que mis otros abuelos, asentados igualmente en la capital, pero nacidos en pueblecitos de Segovia, dedicaran un segundo a pensar en cuestiones identitarias. Mi abuela Angelita guardaba un manteo de segoviana en un arcón, que nunca vi, y mucho menos puesto. No le escuché entonar una sola jota. Se hablaba lo justo, como si hubiera que economizar también en palabras, como si expresar alegría pudiera ser una falta de respeto para el que al lado lo pasa mal. Visto hoy, quizás eso forme parte de esa antigua identidad castellana, que algunos llaman austeridad y rectitud y otros antipatía y tristeza. De hecho, la primera vez que me dijeron “cómo sois los castellanos” fue en Madrid, sospecho que más por lo borde que por lo austera.

Si hoy viniera un marciano y tuviera que explicarle qué es una comunidad autónoma no empezaría por el carácter, ni por las jotas, ni por fenotipo alguno, que ya sabemos desde Lombroso que de poco sirve tratar de clasificar a los buenos y a los malos por la forma del cráneo o el Rh. Diría que, en este trozo del mundo, que se llama España, hubo que encontrar una fórmula para organizarnos, que algunas partes lo tenían muy claro desde el principio y en el resto pesó la historia, pero también el azar. Y que igual podíamos haber sido once, sumando a Logroño y Santander, como se dijo en aquel Villalar histórico que juntó a 200.000 personas, u ocho o siete, si León o Segovia se hubieran descolgado en el último momento. O menos todavía, como ahora parece que cada provincia, a su forma, reclama, porque nadie da un paso adelante por la unidad, que es siempre costosa y exige renuncias. Pesar, medir y repartir esas renuncias entre las 9, con racionalidad, sin recurrir al victimismo permanente de que la culpa de todo lo mío es tuya, veneno que tiene a nuestro país como un patatal. Pero también sin creer que por estar en el centro geográfico se merece todo, porque eso ya lo saben y aprovechan las empresas, y las administraciones están para hacer otras cosas.

A mí la pelea por la identidad me ha resultado siempre una pesadez. Se es lo que se es, sin ninguna premeditación, y los que presumen de pura cepa que sepan que la evolución, que es sabia, se encarga de extinguirlos. Y si hay que hacer pedagogía para que seas otro al que ya eres, conmigo que no cuenten, me resistiré con uñas y dientes. Y además en esta tierra se nos da fatal, como puede comprobarse cada vez que se aproxima el 23 de abril. Villalar, cuando fue electrizante, no era solo el día de la Comunidad, sino también la oportunidad de expresarse con total libertad tras la oscura Dictadura. Siempre ha arrastrado tensiones, siempre se ha caminado por el filo. Algunos sienten que la carpa les pertenece en exclusiva, y otros se arriman con cara de susto, deseando que pase el trago. Parece que se quiere y no se quiere organizar, contradicción elevada a la enésima potencia en los dos últimos años. Al final, Villalar se convierte en una excusa para llevarse, si cabe, un poco peor.

Si de verdad ayuda, yo estoy dispuesta a renunciar a Villalar, y me da igual echar las campanas al vuelo en San Froilán, con León, o en San Roque, con Salmoral. “Mi patria lo primero, tenga razón o no, es lo mismo que mi madre lo primero, borracha o sobria”, como replicaba Chesterton a los entusiastas de menear la bandera. Yo preferiría añadir provincias a restarlas, porque en las nueve he comido un menú del día y charlado con amigos, y las siento cercanas, no propias, porque ninguna me pertenece. Pese a los aberrantes, si hay una virtud bastante común en esa “tierra de en medio” es la conformidad, y no olvidar nunca, pero nunca, que nadie es más que nadie.

 

 

 

lunes, 8 de abril de 2024

Vocaciones tardías

Estos días que tanto se ha escrito sobre Luis Argüello, un detalle se repetía: que era de vocación tardía. Hacía tiempo que no escuchaba esas palabras, que antes eran comunes en las casas, al referirse a un párroco u otro. “Ese es de vocación tardía”. Durante décadas fue bastante frecuente que uno de los hijos de familias por entonces muy numerosas entrara de niño en el seminario. Una parte permanecía allí hasta su ordenación, y la mayoría abandonaba, pero esos años de estudio en el Seminario eran una oportunidad, sobre todo cuando faltaba dinero en casa. Los “de vocación tardía” eran rara avis. E incluso se mencionaba el detalle con cierta desconfianza, como si el hecho de que hubieran tardado en elegir su misión en la vida los relegara de categoría.

Mencionaba el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal que, más que vocaciones sacerdotales, lo que faltan hoy son vocaciones de “matrimonios abiertos a la vida”. Una manera brillante de salirse por la tangente, aunque también una realidad. Acatar hoy un “para siempre” es cosa muy complicada, y no hay garantías de éxito, aunque elijas una catedral para intercambiar los anillos. Claro está que, si hubiera muchos matrimonios, y muchos hijos, y además católicos, alguno elegiría la vida religiosa. Sin embargo, no recuerdo cuando era niña, hace casi cincuenta años, que ninguna dijera que tenía vocación de esposa, como alternativa a la de monja contemplativa. Supongo que, si te preguntaban, contestabas que sí, que de mayor te casarías y tendrías familia. Aunque ya entonces nos reíamos de Susanita, la de Mafalda, para la que futuro equivalía exclusivamente a “¡hijitos!”.

Todavía se venden esas barajas de cartas de familias, en las que los hijos y los nietos de los zapateros son zapateros, los del lechero, lecheros y los del sastre, sastres y modistas. Añoramos los viejos oficios y ese mundo de orden, aunque la libertad de elección nos defina como humanos y nos aleje del determinismo del gato, que no tiene otra que saltar detrás de un pájaro.

Los niños de Castilla y León dicen que de mayores quieren ser futbolistas, policías y bomberos, y las niñas profesoras, artistas y veterinarias, sean lo que sean sus padres y madres. Luego meten a todos en el tobogán de tubo del Campo Grande y los centrifugan, y a los 14 tienen que decidir si van por Ciencias o por Sociales (Letras está defenestrado, ¿para qué sirve eso?). En el proceso, las vocaciones infantiles van decayendo a medida que se les va distribuyendo según las calificaciones, y con el tiempo ya ni se preguntan qué quieren ser de mayores: ¡lo que pueda! Con poco más de veinte años, ya están en perfecto estado de revista para ser el resto de su vida una pieza útil para el mercado laboral. Hace poco, un responsable de Harvard se lamentaba de que hoy, si a sus estudiantes les daban a elegir entre superar grandes retos u obtener buenas calificaciones, se quedaban con lo segundo. El título como sustituto del conocimiento, y los alumnos como clientes.

Ahora que nos quieren jubilar a los setenta, yo creo que la vocación tardía debería ser la norma, y no la excepción. Deberíamos seguir preguntándonos durante mucho más tiempo, quizás siempre, qué queremos ser de mayores, modificando la ruta cuando sea necesario. La experiencia no es lo que nos han contado, no es un rosario de éxitos y ascensos, sino un buen montón de errores y dudas. Hay afortunados que encuentran un oficio vocacional; otros sienten vocación por el trabajo en sí, por cumplir fielmente su tarea, y otros solo soportan la jornada, qué se le va a hacer. También hay quien fabrica su propia vocación en su tiempo libre, porque las aficiones conviene cuidarlas, para no convertirte en un auténtico borrico de sofá.

David Trueba, escritor, cineasta y niño que veraneó en Tierra de Campos, publicó hace tiempo un librito precioso que se titula Ganarse la vida. Una expresión que suele reducirse a lo monetario, pero que va mucho más allá: “ganarse la vida tendría que ser la aspiración mayor de una persona, pero ganársela en el sentido de honrarla, de estar a la altura del regalo”.

 

lunes, 1 de abril de 2024

La memoria de las piedras

 Al inicio de la guerra civil se retiró de la plaza de la Trinidad de Valladolid el grupo escultórico “La Frontera”, inspirado en un poema de Leopoldo Cano que ensalzaba la fraternidad por encima de las diferencias nacionales. Representaba a una matrona, una mujer brava, cubierta por una túnica en la que se acurrucaban tres niños desnudos, unidos por la misma madre. Fue una obra polémica desde su inauguración, un año antes. Unos veían en ella a una personificación de la República, otros a la III Internacional. Otros recelaban del autor, el escultor segoviano Emiliano Barral, compañero de Machado, de Carral, de Marazuela, miembro de las milicias segovianas, fallecido en el frente, cuando un obús impactó contra el coche en el que viajaba con su hermano y un grupo de periodistas. Fuera por eso o por la desnudez de los pechos de la mujer, el hecho es que la escultura pasó de la ubicación original, los jardines de la plaza de la Libertad, a la plaza de la Trinidad. Y de ahí, ya tras el verano del 36, a la nada. Hoy, solo el torso de la matrona se conserva en el Museo de Escultura.

Este pedazo de historia se recoge en un libro muy interesante, La escultura pública en la ciudad de Valladolid, publicado recientemente. Sus autores destacan el hecho de que, aunque contabilizan 137 obras de arte público desde 1835 a 2023, la mayoría data desde los años ochenta hasta hoy. De hecho, en los 23 años que llevamos del siglo XXI se han sumado 65 obras más. Habrá muchos factores que lo expliquen, entre otros la disponibilidad económica para sufragarlas. Pero sorprende que, en este mundo líquido en el que lo centenario se sustituye por franquicias, la ciudad se haya ocupado con ahínco en crear símbolos y sembrar homenajes a ideas, hechos y personas relevantes, para que al menos piedras y bronces nos trasciendan. No es fácil predecir la permanencia de lo que hoy ensalzamos, cuando el que ahora se entierra como héroe, a la vuelta de veinte años puede ser vilipendiado y convertido en villano. Eso, sin tener en cuenta lo puramente estético, ya que parece que no existe canon consensuado sobre lo que es bello. Yo podría prescindir sin ningún dolor de unas cuantas obras que, para otros, seguro que muchos más, les encantan. No es fácil que una escultura se integre con suavidad en lo que ya existe, con la discreción de ese desgastado Neptuno del Campo Grande, mudo y casi engullido por la vegetación. Si la escultura se nota mucho, chirría, y mejor función haría ocupando su espacio un buen árbol, o un par de bancos.

La misma prudencia para sumar nuevos elementos parece aconsejable si se trata de quitar los que ya están. Si fuera por el impulso, en una tarde de ira yo misma hubiera demolido la antigua cárcel de Segovia, que hoy aloja actividades culturales, aunque sus muros no pueden dejar de llorar lo que fueron. Hasta con música y las verjas abiertas, nadie puede sentirse del todo tranquilo allí dentro. Con la perspectiva del tiempo, quizás su sentido sea ese, reflejar la desolación del único sistema del que disponemos para vigilar y castigar a nuestros semejantes.

También horror y desolación me inspiró la primera fotografía que vi de la Pirámide de los Italianos. Formaba parte de Caídos, una brillante exposición de Ricardo González sobre monumentos de exaltación del franquismo. Fotógrafo excelente, lleva años registrando con intención y a la vez con transparencia la cicatriz que deja el tiempo sobre nuestra tierra. Una cicatriz que revela que lo que se vendió un día como heroico hoy no es más que piedra gastada; ni siquiera la pátina del musgo logra dotar de sentido a su estéril ruptura del paisaje.

Yo no querría que demolieran la pirámide, un nombre que le queda un poco grande a una mole de bloques de hormigón. No porque se perdiera nada valioso desde el punto de vista artístico, sino porque, con el tiempo, algunos rellenarían su ausencia con fábulas e inteligencia artificial, y acabaría pareciendo la octava maravilla. Prefiero que esté ahí, donde no debiera haber estado nunca, permanentemente fuera de sitio, como un recuerdo de las manos de los presos que trabajaron para levantarla. Mi memoria histórica está blindada, no por piedras ni por leyes de concordia, sino por lo escuchado de boca de mis mayores. Gentes que, ya entrada la democracia, seguían bajando la voz para decir que aquel que había sido su vecino, o su maestro, estuvo en la cárcel solo por ser “de las otras ideas”.

 

lunes, 25 de marzo de 2024

Donde no llega el tren veloz

En septiembre de 1993 el tren recorrió por última vez la línea Segovia-Medina del Campo. Nunca tuvo muchos viajeros, y en los últimos años funcionaba solo tres días a la semana, lunes, jueves y sábado. Renfe decía que la media diaria era de unos veinte viajeros. El penúltimo día de funcionamiento, acompañada de un fotógrafo, fui a hacer un reportaje. La mayor parte de los usuarios eran matrimonios mayores, que se acercaban a la capital al médico o hacer la compra, y luego, con bolsas hasta los topes, regresaban a sus pueblos. Todos habían conocido mejores tiempos del ferrocarril. Eso era el pasado y el futuro llegaría al día siguiente, cuando el tren dejara de pasar por su pueblo. Más que resignados, estaban conformados a su suerte, como si fuera culpa suya no tener carné de conducir: “Entonces no tenía dinero, y luego era ya tarde. Más de cien vecinos y solo dos de infantería, el resto va montado en su jaca”, se lamentaba uno de los pasajeros.

Alguno mencionaba, pero bajito, que Borrell, por entonces ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, podía haber soltado unas migajas para mantener aquella línea de pobres, en vez de apostarlo todo al recién nacido Ave, que un año antes había empezado la ruta Madrid-Sevilla. No recuerdo grandes protestas, ni pequeñas, por aquel cierre. Como aún no se había extendido la epidemia identitaria, no pensamos demasiado los segovianos en agravios comparativos a nuestra provincia, no menos olvidada que otras, pero amansada por ese brillo que a veces es solo barniz del turismo. Sí tengo en la memoria que por entonces se murmuraba que, cuando llegara a Segovia el tren mágico, la ciudad casi se duplicaría con 30.000 nuevos habitantes -mil arriba, mil abajo- por la diáspora de madrileños que nos elegirían como ciudad dormitorio. Huelga decir que el Ave llegó en 2002, y que nunca ocurrió nada parecido.

Como ese señor de infantería, yo no conduzco, así que conozco bastante bien el transporte público. Conozco ese tren veloz, que todavía me parece de lujo. Poder sentarme ahí entre esas personas tan eficientes, que o van trabajando o dormidas, mientras yo voy pensando en tonterías, y en media hora me planto en Segovia, en esa estación en medio de la nada que es Guiomar. Me parecía lógico que el billete no fuera barato, porque la mayoría de mis vecinos no coge nunca el Ave, como mucho el autobús urbano. Como también me parecía lógico que un billete de avión fuera caro, por idénticas razones… Desde hace tiempo dudo de mi lógica, porque escucho conversaciones de personas que viajan a Viena por menos de lo que te cuesta el bus de ida y vuelta a Cuéllar. Viajar es un chollo, dicen, hasta que te toca ir el martes, por ejemplo, a Zamora, y no digamos a Soria, y tienes que llegar tres horas antes o salir cuatro horas después de lo necesario, porque no hay otro horario. En Castilla, los que estamos curtidos en transporte público, y no solo en las rutas bonitas y rentables que quieren engullir los nuevos operadores privados, sabemos que la primera regla es adaptarse. Adaptarse a salir a la hora marcada, a llegar a una estación que no será preciosa -las dársenas sirven de paraguas para gentes sin rumbo- y a organizar tu día de acuerdo al regreso que marca tu billete. Creo que muchos que opinan sobre el tema, sobre todo políticos del área en cuestión, deberían probarlo. Viajar a cuerpo gentil, sin la protección de tu coche. Codo con codo con personas desconocidas que suben y bajan en pueblos que no conoces: mujeres mayores, trabajadores de fuera, estudiantes…

En la meseta, con habitantes repartidos en cientos de pueblos que en Madrid apenas sumarían una comunidad de vecinos, las soluciones tienen que ser minuciosas y honestas. Aquí no hay negocio, ni chollos. En algunos casos, el déficit es inevitable para mantener un servicio digno, así que se trata de no hacer tonterías con el dinero público, que es de todos y muy limitado. Pasamos demasiados años en la inopia, inaugurando polígonos y centros tecnológicos sin empresas que los habitaran, y hasta pistas de esquí sin nieve en medio de un cerro pelado. No es raro que ahora queramos que el repleto tren veloz sea casi gratis y a la vez mantener trenes de cercanías que sin apoyo no aguantarían. Aquellos señores que hace treinta años se quedaron sin tren comprendían que soplar y sorber era imposible. Ahora no sé cuánta verdad somos capaces de soportar.

 

 

lunes, 18 de marzo de 2024

El milagro de la violeta

Cuando todavía no es primavera, semanas antes de que los relojes cambien de hora, aparecen las violetas en la parcela de al lado del portal. Brotan como mala hierba, al lado de setos bien perfilados y rosales podados, que aguardan prudentes hasta que la escarcha desaparezca de las madrugadas. Sin mano de jardinero ni cuidado alguno las violetas saludan a veces antes de que acabe febrero, otras veces entrada la segunda quincena de marzo. Es difícil saber si incumplen alguna regla, si deberían respetar el día 21 como referencia para asomar los pétalos. El único ingrediente que necesitan es la lluvia, así ponen en marcha el cronómetro de la primavera, aunque luego caiga una helada y se queden consumidas, como si hubiera caído agosto de repente.

Mi madre nos enseñó a respetar a la violeta. Se le grabó a fuego aquella primavera de niña de posguerra en la que descubrió la flor por primera vez, alimentada por la humedad del Eresma, que recorría entonces como hoy el barrio segoviano de San Marcos. El milagro de la violeta, que no es la más bella de las flores, es su perfume perfecto y gratuito. Un perfume de lujo que ofrece donde está, sea a los pies del Alcázar o en el recodo de una boca de riego.

Las flores silvestres son así. También las margaritas y los dientes de león salpican ya estos días las medianas del Paseo Zorrilla, como si los tubos de escape y las preocupaciones de los peatones no fueran con ellas. “Ha venido mi prima”, nos decíamos en el colegio. “¿Qué prima?”. “¡La primavera!”. Y así es, ha venido y nadie sabe cómo ha sido, cómo ha logrado abstraerse de este mundo del que parece que sabemos mucho, demasiado, y no teníamos ni idea de cuándo vendrían las violetas este año.

Como diosecillos, siempre nos parece que la primavera llega demasiado pronto, o demasiado tarde. Que llueve justo en sábado, o que la cencella se equivoca porque cae en abril y achicharra el lilo. Nosotros, que nacimos un día cualquiera y nos iremos en otro igual de arbitrario, consultamos el calendario y el reloj y regañamos al mundo por empeñarse en contravenirnos.

Si con suerte cumplimos muchos años, como esas centenarias que se asoman de vez en cuando a las páginas del periódico, dirán que cumplimos primaveras, y no inviernos, ni otoños. “La esperanza de vida andará sobre las ochenta y tantas primaveras”, dicen las estadísticas. Cuando eres niño la primavera es una cosa larguísima, y el verano no digamos, pero con el paso del tiempo las estaciones se funden, y pensar en que te quedan con suerte dos docenas parece poquísimo.

Contaba Marcelo Mastroianni en sus memorias que los años no te hacen sensato, que si de viejo vas despacio no es por sensatez, sino por temor, porque no quieres caerte. Marcellino, como le llamaba Fellini, pensaba que la extraña sensatez de la vejez está en decir siempre que sí a la vida, hasta en sus momentos más difíciles y ante los problemas más duros. Que al final nos agarrábamos, como Don Quijote, a las ilusiones. Y eso dicen las violetas, aquí y ahora nazco, antes de que me descabece este tiempo perro que tan pronto trae sequía como lluvias a jarros. Florecer en un rincón cualquiera de la ciudad, sin esperar a que la primavera dé permiso.