viernes, 12 de marzo de 2010

Delibes y los pavos reales

Antes de que fuera capital de reino alguno, incluso antes de que conociera yo que le atravesaba un río que se llamaba Pisuerga, supe que Valladolid era tierra de pavos reales y del señor que había escrito “El camino”. Las plumas de estas aves me parecen todavía hoy mágicas e imposibles, y de hecho no he logrado hallar ninguna en quince años de paseos por el Campo Grande. El otro día me enteré de que, a principios del verano, durante el periodo de muda, bastantes jubilados madrugan para hacerse con el suavísimo botín, que sólo el viento o el azar podría acercar por tanto a mis manos. Eso sin duda lo sabría Delibes, vecino cercano del reducto verde de la ciudad y, además, amante de la observación y de los animales.

Tampoco me he encontrado nunca con Miguel Delibes. Desconozco cosas elementales sobre él, como si era alto o más bien bajo. No sé cómo caminaba, cómo miraba a la gente cuando se dirigía a él, o si su rostro se ensombrecía cuando una dependienta le llevaba la contraria. Sin embargo, estos detalles tienen poca importancia. Más bien al contrario, prefiero la lejanía: cuando hace unos meses recibió, en su casa, un par de distinciones, sentí pudor ante esas imágenes que quebraban la intimidad de aquel hombre mayor, golpeado por la enfermedad. Los premios son cosas de este mundo, que el mundo se queda.

Yo a Delibes no le llamaré nunca don Miguel, porque no le conocí y porque tenía un bello apellido que asocio con la portada más ajada de cuantos libros conservo: la del grabado de una casita naranja y azul. Una casita que más bien parecía manchega, pero que era la del “Mochuelo”, ese niño que quería vivir para siempre en su pueblo, pero que tuvo que irse fuera para prosperar, con una maleta repleta de mudas nuevas compradas con esfuerzo por sus padres. Si la primera novela de verdad que leí hubiera sido “La isla del tesoro” a lo mejor las cosas, como le pasó a Daniel, hubieran sucedido de otra manera; pero fue “El camino”, y eso imprime carácter. El carácter de prosperar, de seguir andando sin saber muy bien adónde vas, pero también de recordar lo que queda atrás, aunque sea agreste, un sentimiento de pérdida y resistencia que encuentro muy “Delibes”.

Tras este libro, aprendí a memorizar muchos más títulos del mismo autor, y algunos los leí. Años después, arrinconé lecturas tan rurales: ya se sabe que los jóvenes se creen que todo lo que merece la pena nació como muy tarde antesdeayer, y así avanzan deprisa y sin lastres. No sé si en esta vida tendré tiempo de leer todo lo que escribió el vallisoletano, pero lo que sí tengo claro es que, si José Zorrilla está encaramado en lo alto del pedestal de la plaza que abre el paseo más largo de Valladolid y encima da nombre al estadio de fútbol, las autoridades van a tener grandes –por no decir insalvables– dificultades para cumplir con el nombre de Miguel Delibes. Tal vez sea mejor que ni lo intenten, porque aquí lo importante son las palabras, y esas ni pueden tasarse ni recibir homenajes, y se dejan coger por cualquiera que madrugue y vaya a buscarlas.

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