jueves, 4 de marzo de 2010

En los tebeos lo aprendí

Yo crecí leyendo los tebeos de mis hermanos. Había “pulgarcitos” y “mortadelos”, pero con el uso se desgrapaban las hojas, y al final sólo sobrevivían a nuestras manos infantiles los álbumes de color de “jabatos” y “truenos”. Nosotros preferíamos al clan del Jabato, que surcaba los mundos en minifalda oteando el horizonte y suspirando por volver a su “Querida España”, acompañado por el bardo Fideo y el orondo Taurus. Jabato era un valiente ibero, que arreaba como nadie a los romanos invasores, eso sí, sin escabechinas gratuitas, porque su espada nunca llegaba a la piel de su contrincante de filo, sino plana, así que sonaba algo así como “Pam” y no “Ras”. Al final, el malo acababa muerto por accidente con su propia arma, o caía al vacío, o en el peor de los casos le encerraban de por vida, y la paz y la libertad quedaba asegurada por siempre jamás. Jabato y su panda regresaban por donde habían venido, sin más recompensa que algunas “vaquitas” asadas que se zampaba Taurus. Y la historia seguía, porque los héroes ni envejecen ni se casan; Claudia parecía más el nombre del puerto en el que de cuando en cuando arribaban que el de la futura esposa del Jabato.

Yo no sé qué porcentaje de mis nociones básicas sobre la justicia social debo a los guiones de Víctor Mora y a los trazos de Darnís o Ambrós, pero desde luego es bastante alto. Cuando creces y, como decía la canción que a veces repito para mis adentros cuando la desesperación es mucha, compruebas que “el mundo está al revés”, no dejas de desear con todas tus fuerzas que gane el bueno, una y otra vez. Y eso es educación para la ciudadanía en toda regla.

Después llegaron los don Mikis, con su formato pequeño y estupendo, repleto de buenas intenciones en plan boy-scout, y luego, para acompañar mi adolescencia, Esther, la mejor inversión de mi biblioteca. El mundo de Esther era el mío, me sabía muchas de sus frases de memoria, ella como yo estaba enamorada de un tontolaba rubio que la tomaba el pelo todo el rato, era sensibilera, insegura y tímida, cosas que hoy considero virtudes para una adolescente, pero que entonces me angustiaban.

Gracias a Pura Campos, la creadora de la morena Esther, regresé al tebeo, al cómic. Me enganché de nuevo a las nuevas aventuras de la pecosa, que ahora tiene 35 años, es madre y está divorciada, y de paso empecé a encontrar muy cómodas e interesantes –pero peligrosas para el bolsillo– las tiendas de cómic de Valladolid. Fuera prejuicios: no son territorio exclusivo de frikis aficionados a las cards, Tim Burton, la Guerra de las Galaxias, al señor de los Anillos y demás muñequitos, aunque también estén en sus escaparates. Como soy una madre sin complejos, me lo he pasado muy bien engullendo mangas que los puristas del cómic miran con desprecio, mangas blanditos que me parecen de lo más divertidos, aunque también me guste mucho Jiro Taniguchi, un japonés de dibujo limpio y de historias contenidas y más bien tristes, que casan muy bien con nuestro espíritu mesetario. Claro que disfruto con obras que la crítica pone bien, casi siempre de europeos y americanos, aunque los gustos respetables y los míos no siempre coinciden.

En Valladolid hay, que yo sepa, cinco de estas tiendas especializadas, regentadas por gente bien documentada y que asesora con simpatía a tu ignorancia. Al menos dos de ellas pertenecen apasionados del tema que dudo que obtengan beneficios: de hecho, abren cuando pueden. Además, existen bastantes asociaciones de aficionados, y desde hace cuatro años se organiza un Salón del Cómic, que este año se celebra junto a la estación de tren. Para los más reticentes, las bibliotecas –en todas hay una selección de cómic– pueden ser una buena puerta para despertar afición.

Leyendo tebeos he disfrutado, y disfruto, tanto, que me gustaría que los niños de ahora pudieran saber lo que era el peregrinaje hasta el kiosco para comprar el domingo la última entrega de la colección deseada. Claro que ahora no hay superhéroes que griten “¡Los íberos mueren, pero no se humillan!” o eso de “Santiago y cierra, España”, buen lema para el omnipresente año jacobeo. Ahora, todo lo más, se llevan un “Gormiti elemental fusión”, que cuesta tres euros y ni siquiera queda claro si lucha contra los malos o si el malo es él: demasiado realista.

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