Por si quedaba alguna duda sobre el lugar en el que se abastece, Papá Noel aterrizó en Valladolid descolgándose por la fachada del Corte Inglés. Consumado alpinista, tras décadas deshollinando chimeneas anglosajonas, y sin posible jubilación a la vista, se ve que el hombre anda necesitado del aplauso, después de décadas haciendo su trabajo de forma anónima y callada. Este año desde luego se ha ganado el pudin, porque tuvo mala pata y se le enredó la barba con el arnés y a punto estuvo de aterrizar encima de los infantes, que no entendían por qué Santa tardaba tanto en bajar. Menos mal que había dos gnomos entreteniendo al gentío, haciendo chistes sobre chichones y salchichones que a los niños, que no conocieron a Fofó, les parecieron buenísimos. Todo acabó felizmente, con los tortazos de rigor para acaparar la lluvia de caramelos, que me recuerdan a los tumultos absurdos que forman los mayores cuando los agricultores reparten patatas.
Papá Noel es, como dicen en los departamentos de recursos humanos, flexible. Dado que trabaja en plan autónomo, con cuadrillas de temporales cuando hay apretón de pedidos, va remodelando su imagen a las necesidades del consumidor. Le hemos conocido anacoreta del Polo, casado y con hijos, ganadero cuidador de renos y bebedor de Coca-Cola: todo le encaja bien. Sin embargo, los Reyes Magos, que funcionan en plan sociedad limitada superexclusiva, son mucho menos adaptables. No hay forma de llevar a uno o a dos, parte de su identidad radica en que son inseparables, como el Gordo y el Flaco: si no están el blanco, el negro y el de en medio, peligra el equilibrio diplomático. Encima, su vida es lo contrario de un libro abierto, es que no se tiene ni repajolera idea de lo que hacen salvo la noche del día 5. El resto del tiempo desaparecen, y eso, en estos tiempos en los que el Google Earth pronto avisará cuando la vecina sacuda el mantel con migas encima de tu colada, es más que sospechoso.
Y qué decir del ropaje. Mientras que Sus Majestades visten con ricos damascos y sedas del Oriente, con plumas de pavo real y esmeraldas tamaño huevo de ornitorrinco, Papá Noel va con pijama rojo de franelilla y barba de algodón. Lógico que el “club rojo” crezca cada Navidad, y que el gorro con pompón corone estos días a niños y jóvenes de botellón.
Me acuerdo del impacto que me causó, siendo niña, un reportaje que salió en la televisión del recientemente coronado rey Juan Carlos, en el que se le veía compartiendo la mesa con el dulce principito y las infantas con coletas. De pronto, el Rey dijo a su familia: “la sopa está caliente”. Lo normal, vamos, pero en ese momento, en el que tener un rey me sonaba a cuento de Disney, me pareció hilarante y sorprendente: “¡Jopé, el Rey dice que le quema la sopa!”. Pues es lo que me pasa con Papá Noel: que me da la impresión de que pronto me despertará por la noche para pedirme que le dé un antiinflamatorio para el lumbago. Majete, pero demasiado humano.
martes, 22 de diciembre de 2009
miércoles, 2 de diciembre de 2009
Mujeres al café
Hace unos días leía un estudio encargado por la Diputación de Valladolid sobre las mujeres rurales. De todos los datos que ofrecía, el que más me llamó la atención es que un 12 por ciento de las féminas afirmaban que no podían ir al bar solas. Era la primera vez que veía escrito algo que sabe cualquiera que haya estado en un pueblo, y no sólo de Valladolid. En nuestros pueblos, y me refiero a los pueblos pequeños –por debajo de mil habitantes, que son casi todos–, las mujeres van poco al bar. De hecho, los bares no están pensados para ellas: en muchos apenas hay un par de mesas, reservadas para la partida (masculina) de la tarde, y en algunos, ni mesas, porque la barra es más rápida y soporta mejor los chatos.
Virginia Wolf quería que las mujeres conquistaran una habitación propia, algo que, teniendo en cuenta la media de metros cuadrados de nuestro país, obligaría a meter la bañera en la cocina. A mí me basta con conquistar mi derecho a barra, cuando por la mañana me inyecto el café con porra, que es de la resurrección de cada día. Bueno, también necesito mi derecho a mesa, cuando alguna tarde (tan pocas) quedo con las amigas para arreglar sus vidas y que ellas arreglen un poco la mía, o la pongan patas arriba, depende.
En Valladolid es fácil encontrar a primera hora a mujeres mayores organizando mentalmente su día –la compra, el médico, la gimnasia, el paseo– delante del café con leche y las tostadas del bar de debajo de su casa. Eso les obliga a peinarse, a vestirse, a comunicarse con los demás, a estar en el mundo: sabias obligaciones. A mí las señoras jubiladas haciendo su plan me encanta, y es la prueba de que los tiempos están cambiando, y sin remisión, como decía Loquillo.
Detrás del derecho a café está, bien lo sabe el FMI, el salario, o al menos la clara percepción de que nadie puede fiscalizar lo que gastas. Esto es totalmente revolucionario, y como todas las revoluciones, contagioso. Cuantas más mujeres trabajando, más cafés; cuantas más jubiladas que trabajaron, más cafés; cuantas más mujeres toman café solas, más mujeres –trabajadoras o no– se animan a hacerlo. Y cuantos más cafés con amigas, menos soledad y menos trabajo para los psiquiatras. Alguien tenía que salir perjudicado.
Virginia Wolf quería que las mujeres conquistaran una habitación propia, algo que, teniendo en cuenta la media de metros cuadrados de nuestro país, obligaría a meter la bañera en la cocina. A mí me basta con conquistar mi derecho a barra, cuando por la mañana me inyecto el café con porra, que es de la resurrección de cada día. Bueno, también necesito mi derecho a mesa, cuando alguna tarde (tan pocas) quedo con las amigas para arreglar sus vidas y que ellas arreglen un poco la mía, o la pongan patas arriba, depende.
En Valladolid es fácil encontrar a primera hora a mujeres mayores organizando mentalmente su día –la compra, el médico, la gimnasia, el paseo– delante del café con leche y las tostadas del bar de debajo de su casa. Eso les obliga a peinarse, a vestirse, a comunicarse con los demás, a estar en el mundo: sabias obligaciones. A mí las señoras jubiladas haciendo su plan me encanta, y es la prueba de que los tiempos están cambiando, y sin remisión, como decía Loquillo.
Detrás del derecho a café está, bien lo sabe el FMI, el salario, o al menos la clara percepción de que nadie puede fiscalizar lo que gastas. Esto es totalmente revolucionario, y como todas las revoluciones, contagioso. Cuantas más mujeres trabajando, más cafés; cuantas más jubiladas que trabajaron, más cafés; cuantas más mujeres toman café solas, más mujeres –trabajadoras o no– se animan a hacerlo. Y cuantos más cafés con amigas, menos soledad y menos trabajo para los psiquiatras. Alguien tenía que salir perjudicado.
viernes, 27 de noviembre de 2009
Del pan al pincho
Cuenta Gamoneda en sus deprimentes y magníficas memorias de infancia que en la posguerra el escasísimo pan blanco que llegaba a León lo llamaban de Valladolid, para diferenciarlo del correoso y basto que se suministraba a golpe de cupón en los tiempos del hambre. Los vallisoletanos tienen, pues, motivos históricos para enorgullecerse de su pan. El típico de por aquí es el lechuguino, el típico panete de cuadraditos, que en algunos sitios te lo venden con un sello marcado. Aunque, como en todas partes, lo que más se venden son las barras normales –aquí las llaman de riche– y en los últimos tiempos, baguetes, que pronto será el pan común para el orbe occidental.
Están tan contentos con su pan que hasta han preparado un museo en Mayorga sobre el tema, primo hermano del Museo del Vino de Peñafiel. Como en muchos otros sitios, el tema gastronómico pisa fuerte, el equipo de baloncesto de Pucela se llama “Blancos de Rueda” y el de rugby “Quesos Entrepinares”, y hasta el espárrago tiene su propia feria de exaltación, en Tudela de Duero. Siendo de Segovia no se puede decir que no esté acostumbrada a asumir que para mucha gente olemos a cordero y cochinillo, pero aún así no deja de maravillarme que, día sí, día también, responsables políticos, actores, escritores y hasta deportistas de elite se fotografíen junto a un stand de embutidos, tomando un chato o comiendo patatas revolconas. “Somos como vosotros, comemos”, parecen decirnos, y una siente una especie de hermanamiento culinario, al que no puede negarse, puesto que hay algo obvio: yo también como.
Antes de cocina se hablaba en espacios para señoras tipo Elena Francis. Ahora son los tiempos de la gastronomía, y les toca hablar a señores cocineros con chaquetas desestructuradas y una lingüística compleja. Hace unos días se celebró en Valladolid un concurso nacional en el que competían 66 pinchos deliciosos y de larguísimos nombres e ingredientes. Al final, ganó el Mini Baby Bell de Camembert Truffe, pincho que el jurado, que todavía no conoce mis espaguetis con tomate, encontró “genialmente sencillo”. Nepalíes, japoneses y neozelandeses coincidían en resaltar “el poder imparable de la tapa” y uno de ellos sentenciaba muy serio que “la tapa triunfará en ciudades grandes de Estados Unidos”.
A mí estas entusiastas declaraciones me dieron que pensar: primero, que Obama lo tiene claro; segundo, que a algunos cocineros, a pesar de tener tan bello trabajo, les falta el sentido del humor; tercero, que se ve que por aquí no hay hambre. Porque el hambre, como decía la amiga pequeñita de Mafalda, es pura y simple. Como el mendrugo de pan de Gamoneda.
Están tan contentos con su pan que hasta han preparado un museo en Mayorga sobre el tema, primo hermano del Museo del Vino de Peñafiel. Como en muchos otros sitios, el tema gastronómico pisa fuerte, el equipo de baloncesto de Pucela se llama “Blancos de Rueda” y el de rugby “Quesos Entrepinares”, y hasta el espárrago tiene su propia feria de exaltación, en Tudela de Duero. Siendo de Segovia no se puede decir que no esté acostumbrada a asumir que para mucha gente olemos a cordero y cochinillo, pero aún así no deja de maravillarme que, día sí, día también, responsables políticos, actores, escritores y hasta deportistas de elite se fotografíen junto a un stand de embutidos, tomando un chato o comiendo patatas revolconas. “Somos como vosotros, comemos”, parecen decirnos, y una siente una especie de hermanamiento culinario, al que no puede negarse, puesto que hay algo obvio: yo también como.
Antes de cocina se hablaba en espacios para señoras tipo Elena Francis. Ahora son los tiempos de la gastronomía, y les toca hablar a señores cocineros con chaquetas desestructuradas y una lingüística compleja. Hace unos días se celebró en Valladolid un concurso nacional en el que competían 66 pinchos deliciosos y de larguísimos nombres e ingredientes. Al final, ganó el Mini Baby Bell de Camembert Truffe, pincho que el jurado, que todavía no conoce mis espaguetis con tomate, encontró “genialmente sencillo”. Nepalíes, japoneses y neozelandeses coincidían en resaltar “el poder imparable de la tapa” y uno de ellos sentenciaba muy serio que “la tapa triunfará en ciudades grandes de Estados Unidos”.
A mí estas entusiastas declaraciones me dieron que pensar: primero, que Obama lo tiene claro; segundo, que a algunos cocineros, a pesar de tener tan bello trabajo, les falta el sentido del humor; tercero, que se ve que por aquí no hay hambre. Porque el hambre, como decía la amiga pequeñita de Mafalda, es pura y simple. Como el mendrugo de pan de Gamoneda.
martes, 3 de noviembre de 2009
Piojos y virus
Es un hecho: los niños de los colegios privados, concertados y públicos de Valladolid, Castilla y León y más allá han tenido o pueden tener piojos. Hoy hay modernísimos productos de farmacia de largos prospectos, no el “ZZ” (¿de qué me sonarán a mí estas siglas?) de antaño, pero antes de largarse por donde ha venido el pequeño bichito desmonta con chulería nuestra civilización y nos traslada de golpe a ese cuadro de Velázquez de la abuela despiojando al nieto. Ya es bastante frustrante llevar a los niños cada lunes limpitos, seguramente sobre alimentados, abrigados con gore-tex y con las tareas hechas, para que a la tarde te los encuentres con 39 de fiebre y diarreas varias. Pero es que tener piojos, aunque sea un problema liviano, queda muy vulgar. Hoy por hoy, los virus están muchísimo mejor vistos y lucen más contemporáneos, porque ya se sabe que los cogen hasta los discos duros. “Es que el niño/ordenador ha fallado porque estaba pachucho, algún virusillo…” Ah, este año es importante puntualizar que no se trata de Gripe A, porque los padres tenemos la antena en alerta permanente, y una palabra mal medida puede generar la estampida en la cola de entrada al colegio.
Lo que a los padres nos trae a mal traer es el miedo, un monstruo que crece a partir de septiembre, porque nuestra insulsa fantasía de vacaciones y fin de semana de tener a los niños cien por cien bajo control es eso, una fantasía absurda y malsana. Lo sabes, pero no puedes evitarlo, y si los niños fueran madelmanes y nancys –o gormitis y bratzs– los tendrías inmunizados y desinfectados permanentemente. Pero los muy impertinentes están vivos, van al cole, respiran, tosen, hablan, abren grifos y giran picaportes, prácticas todas ellas de riesgo. Y eso que este año les han mandado comprar un neceser con un jaboncillo y toalla para lavarse cuando vuelven de revolcarse en el polideportivo, y les recuerdan que no hay que beber a morro de los lavabos. Eso no impide que los virus que, como los pokémon, tienen poderes especiales, salgan victoriosos. No dejan dormir ni a los niños ni a los padres, y se acaban marchando, ibuprofeno mediante, cuando les parece o, en su defecto, cuando acaba el curso y apunta el verano.
Dado que la enseñanza es obligatoria hasta los dieciséis y puede que se extienda hasta los treinta si la crisis económica se prolonga, no hay otro remedio que permitir que nuestra progenie se exponga cada mañana en su aula a todo tipo de virus, incluidos, por fortuna, los del crecimiento y autonomía personal. Los padres lo tenemos asumido, de acuerdo, pero por lo de los piojos no paso. Señorías sanitarias, ¿para cuándo la vacuna piojera?
Lo que a los padres nos trae a mal traer es el miedo, un monstruo que crece a partir de septiembre, porque nuestra insulsa fantasía de vacaciones y fin de semana de tener a los niños cien por cien bajo control es eso, una fantasía absurda y malsana. Lo sabes, pero no puedes evitarlo, y si los niños fueran madelmanes y nancys –o gormitis y bratzs– los tendrías inmunizados y desinfectados permanentemente. Pero los muy impertinentes están vivos, van al cole, respiran, tosen, hablan, abren grifos y giran picaportes, prácticas todas ellas de riesgo. Y eso que este año les han mandado comprar un neceser con un jaboncillo y toalla para lavarse cuando vuelven de revolcarse en el polideportivo, y les recuerdan que no hay que beber a morro de los lavabos. Eso no impide que los virus que, como los pokémon, tienen poderes especiales, salgan victoriosos. No dejan dormir ni a los niños ni a los padres, y se acaban marchando, ibuprofeno mediante, cuando les parece o, en su defecto, cuando acaba el curso y apunta el verano.
Dado que la enseñanza es obligatoria hasta los dieciséis y puede que se extienda hasta los treinta si la crisis económica se prolonga, no hay otro remedio que permitir que nuestra progenie se exponga cada mañana en su aula a todo tipo de virus, incluidos, por fortuna, los del crecimiento y autonomía personal. Los padres lo tenemos asumido, de acuerdo, pero por lo de los piojos no paso. Señorías sanitarias, ¿para cuándo la vacuna piojera?
miércoles, 21 de octubre de 2009
Turismo de investigación
Echando la primitiva me encontré con una señora indignadísima. Tras haber recorrido dos librerías y tres estancos, denunció la situación: “Es de libro: en Valladolid no hay postales”, dijo. Siendo de Segovia, donde hay postales hasta colgadas de las ristras de chorizo, esta información me dejó perpleja, y decidí averiguar si era veraz, porque la gente miente más que habla. Tras un rastreo a fondo, encontré una librería donde vendían postales de Valladolid, pero en plan autor, blanco y negro y tal. También registré la muda existencia en una esquina de la PlazaMayor de una tienda de recuerdos, tímida heredera del “Escudo de España”, que hasta hace un par de años era el vetusto emblema del sector. En la tiendecita en cuestión se puede comprar el kit turístico pucelano: un palomar de barro, una bufanda del Real Valladolid y un llavero con la cofradía que más te guste. Además, tienen el fondo de armario del souvenir hispano, abanicos, toros y toreros, sevillanas, catanas y otras cosas imprescindibles a la par que bellas.
Una vez conseguido el recuerdo correspondiente, la otra parte del turista obediente es visitar la ciudad. Para ir al grano le pregunté a un taxista que qué merecía la pena ver en Valladolid. “Puuees... no sé, yo la verdad es que cuando hago turismo es cuando salgo de aquí: de Córdoba o de Sevilla sí que lo he visto todo. Creo que lo que hay aquí en San Pablo es de lo mejor del mundo, o de España, no sé. Yo no he ido, pero eso dicen”. Observé por su derroche de entusiasmo que me encontraba ante un verdadero castellano, dato importante porque ya se sabe que un buen turista aspira no sólo conocer los lugares, sino también a sus gentes.
Frente al 1-X-2 del turismo segoviano –Acueducto, Catedral, Alcázar– que por cachavas el visitante tiene que completar, casi siempre ignorando todo lo demás que queda fuera del circuito, en Valladolid no hay un plano al que asirse y puedes escaparte por aquí o por allá, a tomarle el pulso a la ciudad. Personalmente me gustan la Acera Recoletos, el Pasaje Gutiérrez, la torre de La Antigua, el Viejo Coso y el Campo Grande, pero también zonas creadas hace cuatro días y que han hecho mejor la capital, como el área del Museo del Patio Herreriano y del Museo de la Ciencia. Todos estos puntos están desparramados en el trazado urbano, así que no hay ruta breve posible.
Aquí nadie espera ni se plantea si quiera que por obra y gracia de un “puente” o de un humilde fin de semana llegue una marabunta de turistas, a dejar sus pocos o muchos euros, que los pobres también tienen derecho a salir de su rutina. Un maná que en Segovia es continuo y tal vez por eso tratado con cierta soberbia, sin preocuparse demasiado de lo que se ofrece a los que vienen ni de los inconvenientes que esa riada continua ocasiona a los que tratan de vivir sin sobresaltos en la ciudad. En Valladolid, si quieren que las cifras turísticas cuadren, no les basta con ofrecer lechazo y disfrazar a unos cuantos de romanos: tienen que traer a Bruce Springsteen.
Una vez conseguido el recuerdo correspondiente, la otra parte del turista obediente es visitar la ciudad. Para ir al grano le pregunté a un taxista que qué merecía la pena ver en Valladolid. “Puuees... no sé, yo la verdad es que cuando hago turismo es cuando salgo de aquí: de Córdoba o de Sevilla sí que lo he visto todo. Creo que lo que hay aquí en San Pablo es de lo mejor del mundo, o de España, no sé. Yo no he ido, pero eso dicen”. Observé por su derroche de entusiasmo que me encontraba ante un verdadero castellano, dato importante porque ya se sabe que un buen turista aspira no sólo conocer los lugares, sino también a sus gentes.
Frente al 1-X-2 del turismo segoviano –Acueducto, Catedral, Alcázar– que por cachavas el visitante tiene que completar, casi siempre ignorando todo lo demás que queda fuera del circuito, en Valladolid no hay un plano al que asirse y puedes escaparte por aquí o por allá, a tomarle el pulso a la ciudad. Personalmente me gustan la Acera Recoletos, el Pasaje Gutiérrez, la torre de La Antigua, el Viejo Coso y el Campo Grande, pero también zonas creadas hace cuatro días y que han hecho mejor la capital, como el área del Museo del Patio Herreriano y del Museo de la Ciencia. Todos estos puntos están desparramados en el trazado urbano, así que no hay ruta breve posible.
Aquí nadie espera ni se plantea si quiera que por obra y gracia de un “puente” o de un humilde fin de semana llegue una marabunta de turistas, a dejar sus pocos o muchos euros, que los pobres también tienen derecho a salir de su rutina. Un maná que en Segovia es continuo y tal vez por eso tratado con cierta soberbia, sin preocuparse demasiado de lo que se ofrece a los que vienen ni de los inconvenientes que esa riada continua ocasiona a los que tratan de vivir sin sobresaltos en la ciudad. En Valladolid, si quieren que las cifras turísticas cuadren, no les basta con ofrecer lechazo y disfrazar a unos cuantos de romanos: tienen que traer a Bruce Springsteen.
lunes, 5 de octubre de 2009
El comercio silvestre
Me dicen que ya hay puestos de acerolas en los soportales de la Plaza Mayor y en Cebadería, y eso en Valladolid es la confirmación carnal de que el otoño ha comenzado. Yo la primera vez que comí acerolas tenía ya 27 años, edad suficiente para valorar con reverencia la existencia de una fruta que desconocía, que no venía de la Guyana ni de país exótico alguno, y que además estaba rica. La acerola no es una manzana, ni un perillo, ni una granada, no es exactamente dulce ni ácida, puede ser amarilla pero también roja y verde. Es pequeña y la venden en bolsitas, y una se la come sabiendo que su sabor es tan efímero y misterioso como el de los tomates de la huerta o el de la moras robadas al campo.
El ayuntamiento pucelano tiene unas autorizaciones especiales para los puestos de acerolas, de castañas, de palmas, de barquillos en el Campo Grande, de filatelia en Fuente Dorada, y supongo que también para los puestos de narcisos que cuando la primavera despunta se venden en manojos en la calle Santiago. Es una especie de etnografía del comercio, sin campaña de marketing y sin más infraestructura que una mesa de camping y un par de barreños, que obedece al sencillo impulso de tener algo y ofrecérselo a los otros, a precios pequeños y sin factura.
Intento recordar si en Segovia se vende algo así, porque lo da la tierra y es oportuno en ese momento del año, no porque sea un cebo interesante para turistas aburridos. Sólo me vienen a la cabeza los mercadillos fijos, que tienen el poder de marcar el calendario semanal porque, ¿a qué sabe el jueves más que a torta de anises de Valseca?
Octubre tiene nombre de fiebre y noviembre de calambre, pero las acerolas, esa fruta insignificante y preciosa, han aparecido en las calles para recordarnos que el otoño tenía que llegar, y que además es necesario que así sea. La pena es que no vendan también en bolsitas los colores cambiantes del Campo Grande o el sonido de las pisadas sobre los montones de hojas caídas.
El ayuntamiento pucelano tiene unas autorizaciones especiales para los puestos de acerolas, de castañas, de palmas, de barquillos en el Campo Grande, de filatelia en Fuente Dorada, y supongo que también para los puestos de narcisos que cuando la primavera despunta se venden en manojos en la calle Santiago. Es una especie de etnografía del comercio, sin campaña de marketing y sin más infraestructura que una mesa de camping y un par de barreños, que obedece al sencillo impulso de tener algo y ofrecérselo a los otros, a precios pequeños y sin factura.
Intento recordar si en Segovia se vende algo así, porque lo da la tierra y es oportuno en ese momento del año, no porque sea un cebo interesante para turistas aburridos. Sólo me vienen a la cabeza los mercadillos fijos, que tienen el poder de marcar el calendario semanal porque, ¿a qué sabe el jueves más que a torta de anises de Valseca?
Octubre tiene nombre de fiebre y noviembre de calambre, pero las acerolas, esa fruta insignificante y preciosa, han aparecido en las calles para recordarnos que el otoño tenía que llegar, y que además es necesario que así sea. La pena es que no vendan también en bolsitas los colores cambiantes del Campo Grande o el sonido de las pisadas sobre los montones de hojas caídas.
sábado, 12 de septiembre de 2009
Contrincantes
Ahora que lo pienso, hace ya bastante tiempo que ningún vallisoletano me recuerda eso de que Segovia fue la última en sumarse al mapa autonómico. Como por fortuna es verdad que no ofende quien quiere, rememorar esa pequeña hazaña provincial me levantaba el ánimo, y no porque me fuera a lanzar al monte para defender nuestra especificidad, sino porque llevar la contraria siempre entretiene. En mi juventud estas cosillas autonómicas no me las tomaba demasiado en serio, toda mi ilusión era triunfar en la Complutense y salir por Malasaña, y Valladolid me parecía un sitio mustio y lejano.
Todavía hoy me cuesta entender las peleas, por fortuna sólo dialécticas en estas tierras, en defensa del lugar donde uno nació. Pero ahí están. Basta con asomarse a periódicos locales de provincias como Burgos y, sobre todo, León, para comprobar la vigencia de la famosa teoría “dadme a un contricante con el que compararme para argumentar mis desdichas”. Como la pequeña Segovia no aspiraba a ser capital regional, ni sede de las Cortes, ni refectorio de consejo alguno, nos hemos librado de tener que buscar al culpable de nuestras frustraciones más allá de nuestros feudos.
A pesar de todo, he de reconocer que me he dado por aludida cuando el alcalde de Valladolid dijo el otro día que prefiere a Santander como capital europea 2016. Seguro que a León de la Riva Segovia y Burgos le parecen chulas, pero lleva veraneando en Suances 32 años y no ha podido evitar seguir los dictados de su corazón. Igual que el presidente cántabro, que le acompañaba en ese momento, y que remató: “en lo del 2016, quien más chifle, capador: cada uno tiene que luchar por lo suyo”. Y no hay más frases memorables porque no estaban por allí los alcaldes de otras ciudades candidatas, que, iniciada la guerra, habrían soltado sentencias similares, todo por el europeísmo.
Estas pequeñas extravagancias de nuestros políticos, además de entretenernos, nos aclaran con qué clase de pegamento está amarrado el territorio regional, y seguro que muchos mapas más. En castellano antiguo: unos y otros nos importamos un pimiento. Una vez asumido, como diría un consejero matrimonial, llevarse bien es cuestión de voluntad.
Todavía hoy me cuesta entender las peleas, por fortuna sólo dialécticas en estas tierras, en defensa del lugar donde uno nació. Pero ahí están. Basta con asomarse a periódicos locales de provincias como Burgos y, sobre todo, León, para comprobar la vigencia de la famosa teoría “dadme a un contricante con el que compararme para argumentar mis desdichas”. Como la pequeña Segovia no aspiraba a ser capital regional, ni sede de las Cortes, ni refectorio de consejo alguno, nos hemos librado de tener que buscar al culpable de nuestras frustraciones más allá de nuestros feudos.
A pesar de todo, he de reconocer que me he dado por aludida cuando el alcalde de Valladolid dijo el otro día que prefiere a Santander como capital europea 2016. Seguro que a León de la Riva Segovia y Burgos le parecen chulas, pero lleva veraneando en Suances 32 años y no ha podido evitar seguir los dictados de su corazón. Igual que el presidente cántabro, que le acompañaba en ese momento, y que remató: “en lo del 2016, quien más chifle, capador: cada uno tiene que luchar por lo suyo”. Y no hay más frases memorables porque no estaban por allí los alcaldes de otras ciudades candidatas, que, iniciada la guerra, habrían soltado sentencias similares, todo por el europeísmo.
Estas pequeñas extravagancias de nuestros políticos, además de entretenernos, nos aclaran con qué clase de pegamento está amarrado el territorio regional, y seguro que muchos mapas más. En castellano antiguo: unos y otros nos importamos un pimiento. Una vez asumido, como diría un consejero matrimonial, llevarse bien es cuestión de voluntad.
lunes, 7 de septiembre de 2009
Tradiciones que cambian
Hay quien todavía se piensa que en Valladolid la fiesta grande es el día de San Mateo, o sea, a finales de septiembre. Pues no. Hace unos pocos años lo cambiaron porque impepinablemente llovía, y trocaron al evangelista por la Virgen de San Lorenzo, que pasaba por el mes de septiembre lo mismo que el Pisuerga por ya se sabe dónde. A mi eso me parece una prueba de que las tradiciones, si no van con los tiempos, se pueden y se deben cambiar, y que no pasa nada, al contrario, hay encuestas que apuntan que los peñistas son ahora mucho más felices y cogen menos resfriados.
Como yo llevo un poco menos de quince años, me creía que en Valladolid lo de los peñistas era de abolengo, pero resulta que no, que más o menos nacieron por aquella época, aunque ahora son más de 6.000, se dedican a reventar récord guiness –de número de gente lamiendo helados, inflando globos o chupando chupa-chups– e incluso la peña de más reciente creación, “Mayores en marcha”, para los que superan los sesenta, está promovida por el ayuntamiento. Así que las hordas de personal en plan rebaño, con camisetas de colorines y pañuelos violetas, el color capitalino, se multiplican. También, pese a las recomendaciones del primer edil, siguen viéndose chavales con carritos de supermercados rellenos de bidones de cinco litros, pero no de agua, sino de calimocho, porque ya se sabe que la juventud es bastante refractaria a lo de preservar su salud, porque se cree, en esencia, eterna.
Para un segoviano, algo seguramente llamativo del programa de fiestas de Valladolid es que no está precedido por esa costumbre no sé si ancestral de premiar a unas chicas seguramente guapas, sanas y universitarias con un reinado o damiselado del festejo, vestirlas y maquillarlas como si tuvieran quince años más y obligarlas a contestar cuestionarios que Espinete rechazaría por absurdos. Después del saludo del alcalde, el programa entra a saco, y eso significa multiplicar el de mi tierra casi por diez, más o menos en relación a la población. Hay que buscar con lupa a los gigantes y cabezudos, que a mí me molan pero veo en preocupante caída libre: en tiempos había que madrugar para verlos, ahora en Segovia salen un par de veces hacia las doce y en Valladolid aparecen a las seis y media de la tarde, así que o se sindican o pronto serán carne de centro comercial. Hay verbenas y conciertos de los caros en la Plaza Mayor, y gratis. Hay una cosa multitudinaria que se llama party dance con chicos y chicas, a medio camino de el Circo del Sol y Locomía, que bailan los ritmos de pinchadiscos con nombres raros. Hay un ferial junto al estadio bien montado y bastante ordenado, sin ese étnico mercadillo paralelo que se monta en Nueva Segovia. Hay fuegos artificialesbastantes noches, y verlos estallar sobre el marco del río y sus puentes de verdad que me emociona.
Y los toros. Durante estos días, las terrazas de los bares que rodean la plaza, tranquilos remansos de familias con niños forofos de la fanta y las patatas fritas, se ven invadidas por aficionados normales con cojín y también amplias muestras del pijerío local con overbooking de ositos de Tous y la CH de Carolina Herrera. También hay algunos números de la policía, pero no para proteger a los toreros de Jorge Javier Vázquez, sino para desanimar a los de la reventa, que siguen apostados a las puertas de la plaza con aire de “pa chulo, yo”.
Aunque últimamente ha perdido fuelle, unida desde hace 75 años a las fiestas está laFeria de Muestras, que en tiempos era escaparate de novedades internacionales y que hoy, cuando la tecnología más puntera te la venden los kiosqueros con el periódico, no sabe muy bien cuál ha de ser su camino. Este año había una propuesta interesante, llevar a los niños disfrazados de vaca y participar en el sorteo de leche para toda la familia durante un año.
Lo que pocos se pierden, porque además está incluido en el contrato laboral, es la Feria de Día. La cosa empezó con las casetas regionales, en las que dicho sea de paso la de Segovia es de las más visitadas, y desde hace unos pocos años más de cien bares y restaurantes sacan sus propias casetas a las calles. Como en Valladolid lo de acompañar la caña de pincho es un capricho de pago, 2,50 euros por tapa y vino les parece bastante ajustado. La tapa de moda de este año es “Obama en la Casa Blanca”, que lleva hojaldre, setas, patatas y un huevo. A veces te ponen un pincho exquisito y merece la pena; otras es una chorradilla sin más y sale caro. Al final, la comida es lo de menos, el espectáculo es observar a los grupos de compañeros de trabajo haciendo la obligada procesión por las casetas, e intentar averiguar quién es el que sistemáticamente se escaquea de pagar la ronda. Si es que en seguida se les nota…
Como yo llevo un poco menos de quince años, me creía que en Valladolid lo de los peñistas era de abolengo, pero resulta que no, que más o menos nacieron por aquella época, aunque ahora son más de 6.000, se dedican a reventar récord guiness –de número de gente lamiendo helados, inflando globos o chupando chupa-chups– e incluso la peña de más reciente creación, “Mayores en marcha”, para los que superan los sesenta, está promovida por el ayuntamiento. Así que las hordas de personal en plan rebaño, con camisetas de colorines y pañuelos violetas, el color capitalino, se multiplican. También, pese a las recomendaciones del primer edil, siguen viéndose chavales con carritos de supermercados rellenos de bidones de cinco litros, pero no de agua, sino de calimocho, porque ya se sabe que la juventud es bastante refractaria a lo de preservar su salud, porque se cree, en esencia, eterna.
Para un segoviano, algo seguramente llamativo del programa de fiestas de Valladolid es que no está precedido por esa costumbre no sé si ancestral de premiar a unas chicas seguramente guapas, sanas y universitarias con un reinado o damiselado del festejo, vestirlas y maquillarlas como si tuvieran quince años más y obligarlas a contestar cuestionarios que Espinete rechazaría por absurdos. Después del saludo del alcalde, el programa entra a saco, y eso significa multiplicar el de mi tierra casi por diez, más o menos en relación a la población. Hay que buscar con lupa a los gigantes y cabezudos, que a mí me molan pero veo en preocupante caída libre: en tiempos había que madrugar para verlos, ahora en Segovia salen un par de veces hacia las doce y en Valladolid aparecen a las seis y media de la tarde, así que o se sindican o pronto serán carne de centro comercial. Hay verbenas y conciertos de los caros en la Plaza Mayor, y gratis. Hay una cosa multitudinaria que se llama party dance con chicos y chicas, a medio camino de el Circo del Sol y Locomía, que bailan los ritmos de pinchadiscos con nombres raros. Hay un ferial junto al estadio bien montado y bastante ordenado, sin ese étnico mercadillo paralelo que se monta en Nueva Segovia. Hay fuegos artificialesbastantes noches, y verlos estallar sobre el marco del río y sus puentes de verdad que me emociona.
Y los toros. Durante estos días, las terrazas de los bares que rodean la plaza, tranquilos remansos de familias con niños forofos de la fanta y las patatas fritas, se ven invadidas por aficionados normales con cojín y también amplias muestras del pijerío local con overbooking de ositos de Tous y la CH de Carolina Herrera. También hay algunos números de la policía, pero no para proteger a los toreros de Jorge Javier Vázquez, sino para desanimar a los de la reventa, que siguen apostados a las puertas de la plaza con aire de “pa chulo, yo”.
Aunque últimamente ha perdido fuelle, unida desde hace 75 años a las fiestas está laFeria de Muestras, que en tiempos era escaparate de novedades internacionales y que hoy, cuando la tecnología más puntera te la venden los kiosqueros con el periódico, no sabe muy bien cuál ha de ser su camino. Este año había una propuesta interesante, llevar a los niños disfrazados de vaca y participar en el sorteo de leche para toda la familia durante un año.
Lo que pocos se pierden, porque además está incluido en el contrato laboral, es la Feria de Día. La cosa empezó con las casetas regionales, en las que dicho sea de paso la de Segovia es de las más visitadas, y desde hace unos pocos años más de cien bares y restaurantes sacan sus propias casetas a las calles. Como en Valladolid lo de acompañar la caña de pincho es un capricho de pago, 2,50 euros por tapa y vino les parece bastante ajustado. La tapa de moda de este año es “Obama en la Casa Blanca”, que lleva hojaldre, setas, patatas y un huevo. A veces te ponen un pincho exquisito y merece la pena; otras es una chorradilla sin más y sale caro. Al final, la comida es lo de menos, el espectáculo es observar a los grupos de compañeros de trabajo haciendo la obligada procesión por las casetas, e intentar averiguar quién es el que sistemáticamente se escaquea de pagar la ronda. Si es que en seguida se les nota…
domingo, 23 de agosto de 2009
Hasta luego, Fernando
Esta no es una entrada típica, pero siento que es necesaria. Se ha muerto Peñalosa. Sabíamos que estaba malo hace tiempo, pero él seguía persiguiendo imágenes por las calles de Segovia, sin ahorrar ninguna sonrisa ni saludo a los muchos, muchísimos, que le conocíamos. Me parece extraño que ya no nos volvamos a cruzar con él, porque formaba parte de la ciudad, como la fuente de las Sirenas o el kiosco de la Plaza. Se me hace raro pensar que ya no nos vaya a volver a despedir con su sencillo "hasta luego, majos". Un abrazo para su familia, para sus hijos, para todos los que le quisieron. Descanse en paz.
viernes, 14 de agosto de 2009
Lo que la autovía se llevó
Todos los años que fui “chica Horizonte”, más los años que me pasé yendo en autobús a Valladolid –en domingos que en el recuerdo me aparecen lluviosos y viernes mucho más soleados–, tenía un único deseo: “teletransportarme”, no perder ese tiempo absurdo que separaba el lugar donde estudiaba o trabajaba de Segovia. A tanto no hemos llegado, pero ahora con la autovía es media hora menos de coche, y se agradece. También está el tren veloz, tan cosmopolita, neutro y civilizado. En Valladolid está a un paso, en la estación de Campo Grande, la típica construcción de RENFE con ladrillos rojos y encalados blancos. En más o menos media hora te encuentras en Guiomar, esa aparición marciana vecina de la ermita de Juarrillos, y conviene no retrasarse en la bajada porque Segovia es algo así como una meta volante. Entre viajeros solitarios concentrados en sus ordenadores portátiles, sientes por fin que es verdad, que ya estamos en el siglo XXI. A mí este tren me recuerda a “Bienvenido, míster Marshall”: es como una estela brillante que atraviesa la tierra sin tener nada que ver con ella. Me acuerdo que, tras mi primer viaje en el TAV, alguien me preguntó que cómo se veía el paisaje y tuve que admitir que, entre la velocidad, el documental de la selva de Borneo, el encajonamiento de la vía, las vallas y la neblina del amanecer, no me había enterado de nada.
Tren aparte, la carretera es el nexo principal entre ambas ciudades. Y digo ciudades, porque la autovía, con todas sus ventajas, implica una depuración visual del territorio: ahora todo es tierra, y los pueblos aparecen de perfil, recostados en las vías de servicio. Los tramos de autovía y rotondas varias se fueron abriendo poco a poco, y así los habituales tuvimos la posibilidad de ir despidiéndonos de cada lugar. Un domingo ya no paramos a tomar café en el merendero que había bajo una alameda, a la entrada de Santiago del Arroyo; otro, dejamos de pasar al lado de Basilio Herrero; abandonamos también Arrabal de Portillo, donde cogíamos de cuando en cuando amarguillos; se escondió Pinarejos, y la casa a pie de carretera con su primoroso viñedo, y ya al final, quedó atrás también Roda de Eresma y sus adosados. En los últimos tiempos, la única huella sentimental que me queda en el trazado es un bello caserón abandonado, a la altura del pinar cuellarano, al que no le ha quedado otra que envejecer a pocos metros de la autovía.
Por unos días este verano he tenido que regresar a mis orígenes, al autobús de línea, pero no el directo, sino el de recorrido, que es el auténtico (eso sí, sin parada en El Henar, porque no había cogido bocadillo, y sin hacer pis en Cuéllar, cosa que en tiempos sí era posible). Cuando uno deja de ir a un sitio parece que ya no existe, pero ahí estaban ocupando sus asientos, como hace casi quince años, matrimonios mayores que van al especialista, señoras con bolsas, chicos y sobre todo chicas jóvenes. Más mujeres que hombres, igual que ocurre en los autobuses urbanos y, como nuevas incorporaciones, inmigrantes que viven en pueblos y se trasladan a la capital a trabajar o a intentar trabajar. Los autobuses son mucho más modernos y cómodos, y el aire acondicionado es tipo siberiano, pero la banda sonora permanece fiel a Cadena Dial, M-80 y el rollo futbolero.
Lo bueno del autobús de recorrido es que la ventanilla vuelve a tener interés, cosa que no ocurre ni en la autovía, ni en el tren veloz. Te enteras de que por la noche ha habido fiesta en Navalmanzano porque hay chavales amodorrados esperando en la parada, y deduces por el olor a cebolletas que la señora que baja en Arroyo va preparar gazpacho en cuanto llegue. Observas cómo el tiempo se detiene en algunos pueblos, mientras que en otros, como Sanchonuño, parece volar (la estampa de la barquita amarrada en la cuidada laguna de la entrada poco tiene que ver con la zona que fue años atrás). Además, está el aliciente de que, si te aburres, puedes ir contando todos los carteles del “Plan E” que festonean el recorrido. Queda claro que, si quieres saber algo de un sitio, la rapidez y el aislamiento que propician los modernos medios de transporte son nefastos: he aquí los males de contar con coche oficial, rápido y encima con cristales tintados.
Tren aparte, la carretera es el nexo principal entre ambas ciudades. Y digo ciudades, porque la autovía, con todas sus ventajas, implica una depuración visual del territorio: ahora todo es tierra, y los pueblos aparecen de perfil, recostados en las vías de servicio. Los tramos de autovía y rotondas varias se fueron abriendo poco a poco, y así los habituales tuvimos la posibilidad de ir despidiéndonos de cada lugar. Un domingo ya no paramos a tomar café en el merendero que había bajo una alameda, a la entrada de Santiago del Arroyo; otro, dejamos de pasar al lado de Basilio Herrero; abandonamos también Arrabal de Portillo, donde cogíamos de cuando en cuando amarguillos; se escondió Pinarejos, y la casa a pie de carretera con su primoroso viñedo, y ya al final, quedó atrás también Roda de Eresma y sus adosados. En los últimos tiempos, la única huella sentimental que me queda en el trazado es un bello caserón abandonado, a la altura del pinar cuellarano, al que no le ha quedado otra que envejecer a pocos metros de la autovía.
Por unos días este verano he tenido que regresar a mis orígenes, al autobús de línea, pero no el directo, sino el de recorrido, que es el auténtico (eso sí, sin parada en El Henar, porque no había cogido bocadillo, y sin hacer pis en Cuéllar, cosa que en tiempos sí era posible). Cuando uno deja de ir a un sitio parece que ya no existe, pero ahí estaban ocupando sus asientos, como hace casi quince años, matrimonios mayores que van al especialista, señoras con bolsas, chicos y sobre todo chicas jóvenes. Más mujeres que hombres, igual que ocurre en los autobuses urbanos y, como nuevas incorporaciones, inmigrantes que viven en pueblos y se trasladan a la capital a trabajar o a intentar trabajar. Los autobuses son mucho más modernos y cómodos, y el aire acondicionado es tipo siberiano, pero la banda sonora permanece fiel a Cadena Dial, M-80 y el rollo futbolero.
Lo bueno del autobús de recorrido es que la ventanilla vuelve a tener interés, cosa que no ocurre ni en la autovía, ni en el tren veloz. Te enteras de que por la noche ha habido fiesta en Navalmanzano porque hay chavales amodorrados esperando en la parada, y deduces por el olor a cebolletas que la señora que baja en Arroyo va preparar gazpacho en cuanto llegue. Observas cómo el tiempo se detiene en algunos pueblos, mientras que en otros, como Sanchonuño, parece volar (la estampa de la barquita amarrada en la cuidada laguna de la entrada poco tiene que ver con la zona que fue años atrás). Además, está el aliciente de que, si te aburres, puedes ir contando todos los carteles del “Plan E” que festonean el recorrido. Queda claro que, si quieres saber algo de un sitio, la rapidez y el aislamiento que propician los modernos medios de transporte son nefastos: he aquí los males de contar con coche oficial, rápido y encima con cristales tintados.
viernes, 31 de julio de 2009
Las vacaciones y las croquetas
El otro día vi de pasada un debate en la tele de esos que llaman “refrescantes”, es decir, para rellenar las parrillas veraniegas, sobre un tema supongo que candente para algunos: cómo ligar. Lo raro era que, para asesorar a los espectadores, en lugar de llevar a un gigoló o gigolá con un rosario de corazones rotos a sus espaldas (obviamente un emparejado de largo recorrido poco tiene que contar, al menos en público) habían llevado a un psicólogo. En los últimos años, cuando no se sabe muy bien quién es el especialista de algo, en vez de consultar con el párroco, que era lo que se solía antiguamente, se busca en las páginas amarillas un psicólogo, que de paso hace publicidad de su consulta, aunque para ello se vea obligado a contar unas cuantas chorradas y tópicos sin fin. Por cierto, creo que sus compañeros más sensatos deberían comenzar a otorgar premios limón o similares, para avergonzar a estos individuos públicamente.
En fin, un filón continuo para los medios de comunicación en verano, además de cómo sortear a los cacos, de los golpes de calor y la salmonela, es qué se debe hacer en las vacaciones, asunto en el que al parecer estos psicólogos de bolsillo son los máximos expertos. Eso de que las vacaciones están para no hacer nada o hacer más bien poco está completamente pasado. Cada vez se hila más fino: ya no basta con salir a la playa, a la montaña o a los eriales de la meseta. Decir que has consumido los treinta días de permiso haciendo el vago al borde de una playa o de la piscina es casi someterse al escarnio público, salvo que utilices como justificación de semejante aburrimiento lo pequeños que son los niños. Así que la gente lo adorna un poco: que si estuvo haciendo parapente, que si aprovechó para instalar él solito las antenas de la TDT a toda la comarca, que si madrugaba a las cinco y corría no sé cuántos kilómetros antes de que los alemanes sacaran la tumbona a la playa, que si ha hecho ayuno y la dieta de la sandía pochola, que si se ha leído libracos de mil y pico páginas sobre los intríngulis vaticanos. “Ya sabes, es que no sé estar sin hacer nada”, dicen, y en realidad esa disculpa es su mayor orgullo.
Esta especie de calvinismo de todo a cien está muy extendido, y yo me pregunto, casi por eliminación, si alguien puede hacer algo bien si no sabe “hacer nada” de vez en cuando, especialmente cuando pasas once meses al año haciendo lo contrario. Es curioso que los padres no consigamos que los hijos hagan las tareas ni a tiros y que luego, con tantos años de ¿sabiduría? a nuestras espaldas adultas, no seamos capaces de vivir sin una lista de cosas pendientes por hacer.
Lo malo de las tareas que mandan estos nuevos guías espirituales es que son etéreas e inabarcables, tal que así: “escucha tus necesidades y deja respirar a tu yo interior”; “comparte con los otros tus sentimientos y emociones”. Mensajes así bloquean a cualquiera, y no digamos el último punto que siempre incluyen estos decálogos del verano fetén, el jorobante “y vuelva a casa unos días antes para ir adaptándose a la rutina”. Rutina a la que, si intentas seguir los pasos anteriores, llegarás totalmente deprimido, cabreado o ambas cosas, por tu garrafal incapacidad para seguir tan elevadas pautas.
En todo tiempo, y especialmente en tiempos de crisis, tener que aprovechar los días de vacaciones como si fuera restos del cocido para hacer croquetas, me parece tristísimo y super cansino. Yo llevo despilfarradas casi tres semanas, lo digo por si el psicólogo ese de la tele me quiere imponer alguna penitencia.
En fin, un filón continuo para los medios de comunicación en verano, además de cómo sortear a los cacos, de los golpes de calor y la salmonela, es qué se debe hacer en las vacaciones, asunto en el que al parecer estos psicólogos de bolsillo son los máximos expertos. Eso de que las vacaciones están para no hacer nada o hacer más bien poco está completamente pasado. Cada vez se hila más fino: ya no basta con salir a la playa, a la montaña o a los eriales de la meseta. Decir que has consumido los treinta días de permiso haciendo el vago al borde de una playa o de la piscina es casi someterse al escarnio público, salvo que utilices como justificación de semejante aburrimiento lo pequeños que son los niños. Así que la gente lo adorna un poco: que si estuvo haciendo parapente, que si aprovechó para instalar él solito las antenas de la TDT a toda la comarca, que si madrugaba a las cinco y corría no sé cuántos kilómetros antes de que los alemanes sacaran la tumbona a la playa, que si ha hecho ayuno y la dieta de la sandía pochola, que si se ha leído libracos de mil y pico páginas sobre los intríngulis vaticanos. “Ya sabes, es que no sé estar sin hacer nada”, dicen, y en realidad esa disculpa es su mayor orgullo.
Esta especie de calvinismo de todo a cien está muy extendido, y yo me pregunto, casi por eliminación, si alguien puede hacer algo bien si no sabe “hacer nada” de vez en cuando, especialmente cuando pasas once meses al año haciendo lo contrario. Es curioso que los padres no consigamos que los hijos hagan las tareas ni a tiros y que luego, con tantos años de ¿sabiduría? a nuestras espaldas adultas, no seamos capaces de vivir sin una lista de cosas pendientes por hacer.
Lo malo de las tareas que mandan estos nuevos guías espirituales es que son etéreas e inabarcables, tal que así: “escucha tus necesidades y deja respirar a tu yo interior”; “comparte con los otros tus sentimientos y emociones”. Mensajes así bloquean a cualquiera, y no digamos el último punto que siempre incluyen estos decálogos del verano fetén, el jorobante “y vuelva a casa unos días antes para ir adaptándose a la rutina”. Rutina a la que, si intentas seguir los pasos anteriores, llegarás totalmente deprimido, cabreado o ambas cosas, por tu garrafal incapacidad para seguir tan elevadas pautas.
En todo tiempo, y especialmente en tiempos de crisis, tener que aprovechar los días de vacaciones como si fuera restos del cocido para hacer croquetas, me parece tristísimo y super cansino. Yo llevo despilfarradas casi tres semanas, lo digo por si el psicólogo ese de la tele me quiere imponer alguna penitencia.
lunes, 20 de julio de 2009
El verano pisuergano
Antes de vivir aquí mi prototipo de vallisoletano era alguien más bien pijo que llevaba barbour en invierno y naúticos en verano, un señorito a caballo entre la calle Santiago y el Sardinero. Ahora que el barbour se ha devaluado y los naúticos apenas se usan más allá de la cubierta del Fortuna, lo único que me queda de mis prejuicios es lo del Sardinero, y he de decir a mi favor que en eso no me equivoqué demasiado. En Valladolid, Santander es algo así como la salida natural al mar, el que más y el que menos se escapa algún fin de semana, o incluso echa el verano entero, si alguien de la familia compró en tiempos un piso por allí. Para el resto queda la alternativa del tren playero, que te lleva hasta el Sardinero y te trae en el mismo día. Cuando aquí uno comenta a otro que “en el norte hace fatal” se refiere casi en exclusiva a Santander, Santillana, San Vicente de la Barquera y demás, y digo Santander y no Cantabria porque el término autonómico, pese a los esfuerzos de Revilla, no ha calado entre los vallisoletanos. Viviendo aquí te das cuenta del rastro que dejaron esos mapas de Castilla La Vieja en los que los límites de nuestra región se extendían hasta el Cantábrico.
Por supuesto que, como en todas partes, hay vallisoletanos que se van a la Manga, al Peloponeso y donde sea, pero lo de Santander es del terruño, como también lo es para los de Palencia, o como Asturias es la escapatoria de los de León. Entre el norte, y los pueblos, la ciudad se queda barrida en verano. Un fin de semana de calor pisuergano, sin sierra cerca para enfriar la noche, es aplastante. Los que no tienen otra se van a las Moreras, donde hay una especie de playita de arena artificial pegada al río, a la que aquí llaman “la playa”, con la misma naturalidad que nosotros llamamos “el mar” al embalse de los jardines de La Granja. La soledad del estío vallisoletano me dejó al principio un poco descolocada. En Segovia también emigra la gente, pero los turistas son un relevo constante que da pulso a la ciudad. Si sumas eso a que de golpe muchos miles de trabajadores tienen vacaciones, el vacío es total. Además, conozco a poquísimos vallisoletanos huérfanos de pueblo, así que los fines de semana desde mediados de julio hasta mediados de agosto no hay ni coches. La única cola que he tenido que hacer en los últimos días es la de Iborra, una heladería de toda la vida que está en el centro.
Aunque contemplo todas estas aficiones de los nativos con aristocrática distancia -sigo siendo urbanita hasta los tuétanos y tampoco me veo superando el maratón del tren playero- con los años he comprobado que voy relajando mi nivel de exigencias, casi todas tontas y reemplazables, y quién sabe si algún día me sumo. Por el momento sigo prefiriendo matar el tiempo del verano en Segovia, en una terraza a la sombra de la Plaza Mayor, sin mayor estímulo ni aventura que las incursiones de los gurriatos en las miguitas del pincho de tortilla. Eso sí que son vacaciones.
Por supuesto que, como en todas partes, hay vallisoletanos que se van a la Manga, al Peloponeso y donde sea, pero lo de Santander es del terruño, como también lo es para los de Palencia, o como Asturias es la escapatoria de los de León. Entre el norte, y los pueblos, la ciudad se queda barrida en verano. Un fin de semana de calor pisuergano, sin sierra cerca para enfriar la noche, es aplastante. Los que no tienen otra se van a las Moreras, donde hay una especie de playita de arena artificial pegada al río, a la que aquí llaman “la playa”, con la misma naturalidad que nosotros llamamos “el mar” al embalse de los jardines de La Granja. La soledad del estío vallisoletano me dejó al principio un poco descolocada. En Segovia también emigra la gente, pero los turistas son un relevo constante que da pulso a la ciudad. Si sumas eso a que de golpe muchos miles de trabajadores tienen vacaciones, el vacío es total. Además, conozco a poquísimos vallisoletanos huérfanos de pueblo, así que los fines de semana desde mediados de julio hasta mediados de agosto no hay ni coches. La única cola que he tenido que hacer en los últimos días es la de Iborra, una heladería de toda la vida que está en el centro.
Aunque contemplo todas estas aficiones de los nativos con aristocrática distancia -sigo siendo urbanita hasta los tuétanos y tampoco me veo superando el maratón del tren playero- con los años he comprobado que voy relajando mi nivel de exigencias, casi todas tontas y reemplazables, y quién sabe si algún día me sumo. Por el momento sigo prefiriendo matar el tiempo del verano en Segovia, en una terraza a la sombra de la Plaza Mayor, sin mayor estímulo ni aventura que las incursiones de los gurriatos en las miguitas del pincho de tortilla. Eso sí que son vacaciones.
viernes, 10 de julio de 2009
Somos 8.628, más o menos
Hace pocos días leí en este periódico que éramos 8.628 los segovianos que residíamos en Valladolid. Me parecieron muchos, porque apenas tengo noticias de un puñado: unos cuantos taxistas, un par de vecinos, la consejera de Agricultura, algún funcionario. Sé dónde está el Centro Segoviano, pero nunca he entrado a tomar un chato. En realidad, tampoco conozco a mucha gente cien por cien Valladolid, la ciudad ha crecido lo bastante como para que se vaya diluyendo la procedencia de sus vecinos, para poder mandar ese tipo de identidades de cartón a la porra, cosa que me parece bastante saludable.
Sólo me doy cuenta de que nací en otra parte cuando alguien me pregunta: “Ah, ¿de Segovia? ¿pero de Segovia-Segovia? Qué ciudad tan preciooosa... Y la gente es muy simpática, mejor que los de Valladolid, que son unos cazos…”. Esa es una respuesta clásica cuando dices que eres segoviana, y lo curioso es que esas críticas al carácter pucelano suelen provenir de un pucelano con pedigrí, que por lo visto no se siente concernido por esos típicos comportamientos provinciales. Pero vamos, es que en Segovia es lo mismo, te juntas con cuatro de la tierra y ya están hablando sobre lo antipáticos que son en los comercios, de que no saludan ni los primos carnales por Fernández Ladreda o de que ya no quedan camareros de los de antes… y así.
No sé si es la idiosincrasia castellana la que nos lleva a poner a parir a nuestros paisanos, realmente no sé si hay algún pueblo del mundo que se miró al espejo y se encontró, como Narciso, bello. Supongo que un poco de autocrítica no está mal, pero no tanta, que a este paso vamos a desmontar las estrategias turísticas. Siempre será mejor “Castilla y León, gente maja”, que “Castilla y León, tierra de bordes”. Además, lo de “majo” lo tenemos por vocablo presuntamente segoviano, y me gusta, porque no implica calificación moral alguna: “majo”, según se mire, puede ser cualquiera.
Por lo que sé, en Valladolid, como en Segovia, hay gente que se apunta a las cofradías y otra que se manifiesta en pelotas a favor del cicloturismo (incluso puede que alguno participe en ambas cosas); gente que se cuela en la cola del súper y otra que te cede la vez cuando ve que tus niños patalean; tipos ordinarios y otros extraordinarios. Lo mismo. Lo que no tiene Valladolid es Acueducto, pero a cambio está el Corte Inglés, que tiene la ventaja de que es calentito en invierno y fresco en verano.
Sólo me doy cuenta de que nací en otra parte cuando alguien me pregunta: “Ah, ¿de Segovia? ¿pero de Segovia-Segovia? Qué ciudad tan preciooosa... Y la gente es muy simpática, mejor que los de Valladolid, que son unos cazos…”. Esa es una respuesta clásica cuando dices que eres segoviana, y lo curioso es que esas críticas al carácter pucelano suelen provenir de un pucelano con pedigrí, que por lo visto no se siente concernido por esos típicos comportamientos provinciales. Pero vamos, es que en Segovia es lo mismo, te juntas con cuatro de la tierra y ya están hablando sobre lo antipáticos que son en los comercios, de que no saludan ni los primos carnales por Fernández Ladreda o de que ya no quedan camareros de los de antes… y así.
No sé si es la idiosincrasia castellana la que nos lleva a poner a parir a nuestros paisanos, realmente no sé si hay algún pueblo del mundo que se miró al espejo y se encontró, como Narciso, bello. Supongo que un poco de autocrítica no está mal, pero no tanta, que a este paso vamos a desmontar las estrategias turísticas. Siempre será mejor “Castilla y León, gente maja”, que “Castilla y León, tierra de bordes”. Además, lo de “majo” lo tenemos por vocablo presuntamente segoviano, y me gusta, porque no implica calificación moral alguna: “majo”, según se mire, puede ser cualquiera.
Por lo que sé, en Valladolid, como en Segovia, hay gente que se apunta a las cofradías y otra que se manifiesta en pelotas a favor del cicloturismo (incluso puede que alguno participe en ambas cosas); gente que se cuela en la cola del súper y otra que te cede la vez cuando ve que tus niños patalean; tipos ordinarios y otros extraordinarios. Lo mismo. Lo que no tiene Valladolid es Acueducto, pero a cambio está el Corte Inglés, que tiene la ventaja de que es calentito en invierno y fresco en verano.
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